Opinión

Hablar de seguridad es hablar de desigualdad

La seguridad es para muchos un atajo para ganar elecciones y un tanque de oxígeno para gobernar. Desde el nacimiento del Comando Jungla, que terminó con la muerte de Camilo Catrillanca a manos del Estado, pasando por las mediáticas rondas masivas, la irresponsable propuesta de control de identidad a menores de edad, hasta los más recientes anuncios de inversión en tecnología de bajo impacto, vemos cómo la reflexión, el análisis y las estrategias de fondo fueron abandonadas por pautas de prensa.

El efecto es preocupante, ya que profundiza un modelo de seguridad basado en el populismo de la mano dura, aplaudido por el público, pero que no ha demostrado reducir el crimen. Al limitarse a barrer la delincuencia desde los barrios de la élite política y económica hacia los de la clase media y los más vulnerables, este modelo genera más desigualdad.

Mientras en comunas como Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea y Providencia (G4) los delitos violentos se redujeron hasta un 29% durante el 2018, en otras, como Pudahuel, Lo Prado y Cerrillos, aumentaron en igual proporción. Al menos en la RM, existe una fuerte relación entre la pobreza multidimensional y los índices de delitos violentos (LabSeguridad.org 2019). En la totalidad de las comunas con índices de pobreza multidimensional por sobre la media, con excepción de Peñalolén y Huechuraba, este tipo de delitos aumentó en promedio un 14%, mientras que en aquellas por debajo de la media, descendió un 16.5% en promedio.

La tendencia se mantiene durante el 2019. Al mes de abril, las comunas del G4 siguen mostrando bajas en los delitos violentos, mientras que en Pudahuel, Cerrillos, Renca y Cerro Navia persiste la tendencia al alza.

Para Vitacura, Las Condes, Lo Barnechea y Providencia se anunció este año un gasto municipal en seguridad que supera los 26 mil millones de pesos anuales. Si bien gran parte de estos gastos son cuestionables en su efectividad real, generan una gran aspiradora que traga y escupe el delito hacia las comunas que menos recursos tienen. Finalmente, se paga por “limpieza”.

El gasto en arrinconar el crimen, en lugar de resolverlo, es inmenso y nadie se atreve a cambiar el rumbo. De esta forma se dispara el gasto y los beneficiarios son el mercado de la seguridad privada y de la tecnología, no la ciudadanía. En solo cuatro años, el personal dedicado a estas labores creció un 211%, llegando a cerca de 135 mil guardias. Negocio redondo.

En paralelo, el Gobierno ha intensificado el uso del control preventivo de identidad. Mientras los controles muestran un incremento del 67% entre el 2017 y el 2018, su ya baja efectividad cayó de un 2.9% a un 2.2% en lo que respecta a detenciones. Si analizamos los datos recientemente entregados por Carabineros, vemos que no existe una relación ni proporcionalidad en los controles sobre la base de la densidad poblacional. Quienes menos tienen son más vigilados y controlados.

Se confirma lo que anticipamos: bajo el modelo de la mano dura, el control preventivo de identidad agudiza la desigualdad. Su funcionamiento requiere zonas de sacrificio que absorban el delito y que la policía actúe como barrera de control social en sus fronteras. Dentro de estas zonas, se reproduce desigualdad, al empujar a personas vulnerables al circuito del crimen, para perseguirlas, castigarlas y encerrarlas. Recuperan la libertad con nuevas capacidades para delinquir y pocas capacidades para reinsertarse. Se genera un capital humano desechable y prácticamente inagotable para el crimen organizado. Otro negocio redondo.

Es necesario cambiar el modelo de mano dura por uno que redistribuya la seguridad, disponiendo de los recursos públicos donde se necesiten y generen un mayor valor social.

Esto pasa por, entre otras cosas: 1) cambiar la pesca de arrastre en la acción policial por estrategias focalizadas donde prime la inteligencia; 2) poner fin al enorme subsidio de seguridad pública al sector privado y retomar las mesas público-privadas que el Gobierno desarticuló, de modo que la coordinación permita eficiencia que libere a las policías para que vuelvan al espacio público; 3) garantizar inversión seria y permanente desde el Gobierno hacia donde realmente se necesita, no donde están las bases electorales; 4) lograr que Carabineros evolucione de una policía militarizada a una comunitaria con capacidad de resolver conflictos, mientras la PDI moderniza sus capacidades investigativas; 5) aumentar la transparencia y entrega de información; y, por último y tal vez lo más importante, 6) ampliar la prevención, incluyendo un enfoque multidisciplinario que aborde causas, no consecuencias.

Junto a lo anterior, urge desarrollar una nueva lógica del uso de la fuerza y las armas. Por un lado, debemos derribar tabúes y trabas sobre el uso de la fuerza, ya que esta debe ser usada sin complejos cuando sea necesario. El “buenismo” en seguridad es casi tan peligroso como la mano dura indiscriminada. A la par, debemos frenar el lobby armamentista disfrazado de canto a las libertades individuales. El monopolio de las armas deben tenerlo las policías y las Fuerzas Armadas. Nada justifica que civiles tengan armas, su tenencia debe prohibirse.

Con todo, necesitamos una nueva forma de medir la seguridad. Terminar con la obsesión de la vigilancia y castigo desproporcionado sobre delitos de pobres a ricos que sobrevalora las cosas sobre la integridad de las personas, justificando un estado policial invasivo. Desde el STOP hasta la Ley Antiportonazo, hay una serie de medidas que profundizan silenciosamente este modelo.

Esperamos que en el Parlamento prime la razón sobre el cálculo electoral y florezca una oposición con coraje que sepa poner freno a la demagogia, para dar paso a las acciones reales. Hoy, la inseguridad afecta de manera desproporcionada a quienes menos tienen, quitándoles la libertad. Ese es el corazón de este desafío.

Contenido publicado en El Mostrador.

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